jueves, 19 de mayo de 2011

¿Es posible una educación popular en nuestras escuelas?

La escuela está lejos de ser un  lugar neutral. Definida como uno de los aparatos ideológicos del Estado, a través de ella las clases dominantes han estructurado un sistema educativo de cara a sus intereses, y los gobiernos de turno hacen planes y reformas de acuerdo al proyecto político-económico de cada momento y de acuerdo a la formación ideológica que necesitan reproducir en la sociedad, para que las cosas se mantengan a su favor. Por eso siempre estamos atados a reformas y contrarreformas que modifican el rumbo de la educación para adaptarla a los intereses de quienes hegemonizan el poder estatal. Pero a las aulas las habita el pueblo, y fueron los maestros, alumnos y padres quienes dieron enormes peleas cada vez que las clases dominantes consideraron que la escuela no respondía a su proyecto político. Por eso la escuela es un lugar de contradicción, de cuestionamiento, donde los docentes tenemos mucho por hacer. Asimismo, nuestras condiciones laborales también varían según cada proyecto, y es muy fácil darse cuenta que el sistema está pensado para que trabajemos en la mayor soledad posible.

Con el objeto de entender qué papel ha jugado esta cuestión a lo largo de la historia –aunque muy lejos de pretender analizar profundamente la historia de la educación-, traemos algunos ejemplos que sirven para pensar esta definición de la escuela como aparato ideológico.
Entendemos que, al ser la Argentina un país dependiente, disputado por varias potencias imperialistas, el análisis nos obliga a establecer qué sector económico predominó en cada momento histórico, para entender qué proyecto de país se impuso, y dentro de él, qué proyecto educativo.
Aprovechando el reciente bicentenario de la Revolución de Mayo, podemos recordar cómo la lucha por la educación fue un terreno de disputa entre las ideas revolucionarias y aquéllas que pretendían atarnos al carro del colonialismo. Vale rescatar los escritos y prácticas de Mariano Moreno, uno de los más esclarecidos patriotas de la Revolución de Mayo, donde se reivindican valores como la importancia de la instrucción y la educación como método contra las tiranías, la necesidad de vigilar la conducta de los representantes, los reparos ante las injerencias del extranjero y la necesidad de una organización federal en el gobierno. Pero sabemos que ni sus ideas ni las de Belgrano prosperaron luego en el sistema educativo argentino, debido a que otro modelo de país se impuso, un modelo de dependencia, agroexportador, que nos ató al imperialismo inglés y a los intereses de los terratenientes.
Por otro lado, con la estructuración del Estado nacional, se dictó en 1884 la Ley 1420 que estableció la enseñanza laica, gratuita y obligatoria, garantizada por el Estado. En ese entonces la oligarquía y los terratenientes, luego de masacrar a los pueblos originarios, necesitaban homogeneizar a una población heterogénea a través de la escuela primaria, pero limitaron el acceso a la Universidad, que quedó reservada a la formación de las elites dirigentes del Estado, surgidas de su clase social. El modelo agroexportador no precisaba formar técnicos, cuadros medios, ni administrativos, ya que las clases dominantes no se proponían industrializar al país ni fomentar el trabajo agropecuario  en el campo.
A principios del siglo XX, a través de grandes luchas sociales, las clases medias presionaron para tener más acceso a la Universidad y se logró la reforma universitaria de 1918. Más adelante se crearon las escuelas comerciales, y con el peronismo apareció la educación técnica, aunque la puerta de entrada a la Universidad seguía siendo el bachillerato.
Otro momento crítico que sirve para ilustrar esta relación entre las clases que dirigen el estado y su proyecto educativo es la década de 1990. Junto con la flexibilización laboral y la privatización de las empresas del estatales, se dictó la Ley Federal de Educación. Además de que llevaron hasta sus últimas consecuencias la descentralización educativa, generando una educación para ricos y otra para pobres (llegaron a existir sesenta y cuatro estructuras educativas distintas en la escuela media, por ejemplo), nos llenaron de nuevas teorías educativas. Nos hablaron de la equidad como un nuevo concepto, justificando la fragmentación bajo la idea de que a cada sector social había que darle lo que le correspondía y no a todos lo mismo. Nos hablaron de la necesidad que cada alumno pueda “generar estrategias personales”, trabajar en grupo, y así formar ciudadanos competentes que puedan resolver problemas, prepararlos para la “incertidumbre” de los cambios sociales. Y ya no se habló de conocimientos, sino de “saberes y competencias”.
Este breve panorama de algunos de los cambios operados en el sistema educativo a través de la historia nos sirve para pensar muchos de los problemas actuales. Comúnmente, se le asigna a la educación la tarea de generar el desarrollo económico del país, el ascenso social, o incluso la responsabilidad de generar un cambio liberador. Nosotros, en cambio, entendemos que, para abordar un análisis profundo, al asunto conviene mirarlo al revés: saber quién dirige el Estado para entender qué tipo de proyecto se ha impuesto en cada momento.

A lo largo de estos procesos, las condiciones laborales de los docentes fueron unas veces mejores y otras peores, pero fueron las luchas innumerables las que les arrancaron a los gobiernos antipopulares las conquistas más importantes: se crearon los gremios docentes, al principio como asociaciones profesionales; luego se formó la CTERA y se avanzó en concebirnos como asalariados, como trabajadores de la educación; conseguimos nuestro convenio de trabajo, el Estatuto del Docente, y las Juntas de Disciplina y Clasificación, que nos garantizan el control sindical de la estabilidad de los cargos y el cumplimiento de derechos laborales.
Los docentes tenemos la contradicción de querer educar padeciendo las políticas impuestas desde arriba. Por eso, alrededor de nuestras organizaciones se fueron abriendo discusiones que no sólo tienen que ver con lo gremial y la lucha por los derechos laborales, sino también con nuestro rol como intelectuales en la sociedad.
Por lo general, el debate por los contenidos (¿Qué se enseña?, ¿cómo se enseña?, ¿quiénes deciden cuales son los contenidos?, etétera) queda subestimado por las direcciones sindicales. Las propuestas curriculares son una necesidad para nuestro trabajo, pero el hecho de que existan no nos debe quitar a nosotros protagonismo en las decisiones. El año pasado, con los festejos por el Bicentenario, se hicieron algunas propuestas pedagógicas respecto de los contenidos relacionados con el proceso revolucionario de 1810 y las guerras por la independencia (temas, por otra parte, que tienen muy poca importancia en el Diseño Curricular de la Ciudad de Buenos Aires), pero fueron censuradas en el Ministerio de Educación de Bullrrich por sectores reaccionarios de la Iglesia. Ese es sólo un ejemplo que ilustra cómo los docentes nos encontramos lejos de poder tomar decisiones en cuanto a los contenidos.
Desde las conducciones de CTERA y UTE (Lista Celeste), se aborda tibiamente este tema, pero siempre como si fuera una cuestión separada de nuestras condiciones de trabajo. En el nivel primario, por ejemplo, se podrían tomar medidas de fuerza para plantear la necesidad capacitaciones en servicio, o pedir gabinetes psicopedagógicos por escuela, pero ni siquiera se plantea el debate, aunque las problemáticas son muchas y muy complejas (¿Los gabinetes deben llevar adelante tratamiento o sólo orientar y derivar? ¿Está bien que unos equipos atiendan la conducta y otros el aprendizaje? ¿Qué relación debemos establecer con las familias? ¿Cuándo participan en las decisiones y cuándo no?).

Paulo Freire planteaba que no es posible una educación liberadora dentro de un estado opresor. Esta idea nos abre un camino, y ese camino no es otro que la lucha. Por eso vemos la necesidad de armar una corriente que cuestione el rol que tenemos asignado, y que plantee la cuestión sindical ligada a estos problemas. Porque la necesidad de trabajar dos turnos, más la de acceder al puntaje docente y aceptar el chantaje de cursos cuasi inexistentes, más la formación recibida, lleva a formar un perfil de docente que simplemente ejecuta ideas y contenidos de otros, y así, nuestra tarea, en pocos años, se va convirtiendo en una rutina alienante, cuando en realidad la elegimos por lo enriquecedor y maravilloso que es poder cambiar algo en el otro.
Necesitamos construir un espacio donde elaborar y discutir nuestra práctica de manera colectiva, generar un debate en la sociedad acerca del tipo de educación que necesita nuestro país, enfrentar las políticas de los gobiernos antipopulares y confluir con el pueblo para pelear una salida diferente a la que nos proponen las clases dominantes y sus candidatos de turno. Construir una herramienta política para avanzar hacia una reforma educativa realmente popular, que barra con las normativas actuales y garantice el acceso real a una educación que permita emprender un camino liberador.